Muñeca de agua salada. Nieta de Riotinto e hija de Sallent; casada con la causa minera, con antecedentes en la CNT, dotada del impulso situacionista, herida por la pasión de actuar y poseída por el toque dionisíaco de los jóvenes airados. Anna Gabriel pudo con Artur Mas, el expresident obligado a dejar su cargo por no cumplir los plazos del procés y que hoy mismo comparece en el Parlament para explicar la trama del 3%. Ya estamos en condiciones de decirlo: Mas estaba en la red de mordidas que él toleró o practicó, con la ayuda de Júnior (JPF) y del ingeniero de caminos Felip Puig, aunque a muchos nos parecía imposible semejante desatino. ¿Cómo pudo el delfín cometer los mismos errores que el patrón?

A Mas le espera el silencio de los que no remontan. Cuando vuelva a primera fila, su nuevo partido se habrá ido por los desagües. Al final habrá creado para nada la aspiración demócrata y lobista que inventó la Revolución del Té. Pero estará lejos del cráter apagado del argumento soberanista. Hubo un momento en su vida que se movía en los puentes de mando del pacto territorial que ha dado 500 años de historia, guerras mediando (como en todas partes), desde la Remensa hasta el Pacto del Majestic. Era un vertebrador en la España invertebrada que denunció Ortega; una especie de corresponsal de La Vanguardia en Madrid o de consejero catalán de Telefónica (nada que ver con Juliana ni con Kim Faura).

Habitaba ese camino de nadie que permite hacer catalanismo político y regenerar España, las dos cosas al mismo tiempo. Ese espacio virtual del centro-derecha sin siglas, que ofrece a sus poseedores la púrpura invisible de la autoridad moral. Pero no; Artur tenía que tirarlo todo por la borda: pelearse con Pujol, menospreciar a Maragall y rascarle el bajo vientre a Ubú Rey, el aparato del Estado, que acabará dando un zarpazo cualquier día.

Cuando empezó en política, Artur era un chico de Sant Gervasi, con negocio en casa, que se colocó en Tipel, la empresa peletera de los Prenafeta, tocado con politesse que daba el cante. Enseguida nos engañó; supimos que no haría política; iba demasiado bien peinado. Pues no; debajo de aquellos ternos de cintura alta y raya marcada, habitaba una piel dura para el ejercicio de la praxis. El chico que veraneaba en Premià y que enamoró platónicamente a Margarita García Valdecasas (hoy jefa de la ONIF, en la Hacienda del Estado, hermana de la malograda Julia y ambas hijas de aquel rector magnífico, que dejó el cargo vacante para Fabián Estapé), servía para la batalla. Era el Kennedy catalán, que tanto ha cabreado a los progres y que, al final, la ha montado gorda por pura megalomanía y para dejar constancia de su paso por el espacio público, un rincón sagrado que él no duda en profanar.

Gabriel es el golpe, Mas, la rabia; ella, la incontinencia, él, el rubor del contenido que hierve por dentro. Son la pasión frente al reto; la emergencia de la calle y la serenidad frustrada del tresillo; el vértigo como estilo de vida y el peligro calculado; la dialéctica y el discurso jactancioso

Anna Gabriel expresa su rebelión con naturalidad. Su estima por lo cercano la conecta con el entusiasmo que sentía Rousseau por las asambleas suizas o con el aprecio de Tocqueville por los townships. Pero ella posee también la iracundia de los consejistas fabriles, el clase contra clase que acaba siempre en indignidad, como ocurrió lamentablemente el pasado lunes en la sede catalana del PP: Anna vehemente, apoyando a sus cachorros, junto a David Fernández, el chico de la alpargata. Lastimoso.

Gabriel es el golpe, Mas, la rabia; ella, la incontinencia, él, el rubor del contenido que hierve por dentro. Son la pasión frente al reto; la emergencia de la calle y la serenidad frustrada del tresillo; el vértigo como estilo de vida y el peligro calculado; la dialéctica y el discurso jactancioso. Lo fácil, pero imposible frente a lo imposible trivializado. El deseo de venganza social frente al patriotismo romántico de campanario y padre Abad, pero vestido de racionalidad; los de abajo frente a los de en medio; el mundo del trabajo sin consciencia de clase frente a una clase media que esconde el Virolai debajo de la estelada. El mundo del trabajo (ella) y la menestralía managerial (él); los dos polos peleados siempre, al margen de las grandes operaciones movidas por la oligarquía alejada que funda bancos, crea multinacionales y prepara el auténtico futuro. Gabriel y Mas expresan la imposibilidad metafísica del catalanismo de izquierdas, el que proclamaron Carod y Maragall y que acabó en un Tripartito sin cabeza, coronado por Montilla.

Artur Mas comparece hoy dócilmente ante la Comisión del Parlament que investiga el 3%. O el 4%, como suele decirse después de Millet, el saxofonista de Santa Fe (de joven, Fèlix amenizaba con el saxo las noches de Guinea en el ingenio de los Millet enfundado en un liki liki de lino blanco y con zapatos de claqué; porque, eso sí, estilo ha tenido siempre el muy granuja).

Flequillo en ristre, el expresident mantendrá ante sus acosadores el meneo recio del que dice "aquí hi ha un home", y echará todas las pelotas fuera. La oposición saldrá de nuevo trasquilada y Oriol Junqueras se esconderá detrás del armario más grande que encuentre en el Parlament, el edificio de las antiguas Corts Catalanes, levantado en 1748, arsenal tardío de la Guerra de Secesión.

Ella, la Gabriel, tiene reservado para hoy un rictus de aspereza; tiene prisa, la esperan en casa, en el Bages, la comarca-raza que elabora la Idea. Artur y Anna cruzarán sus miradas en algún momento; ambos saben que están expulsados del Paraíso.