Todos nos hemos cruzado alguna vez con un alguien que nos recordaba ligeramente a Travis Bickle, el protagonista del clásico de Paul Schrader y Martin Scorsese Taxi driver, al que interpretaba Robert de Niro de una manera escalofriante. No hace falta ser taxista para ser como Travis, pero ayuda, pues es un trabajo que puede volver loco a cualquiera: todo el día al volante para no llegar a ninguna parte, el cerebro que no para de dar vueltas ni en los atascos, la sensación de que mereces una vida mejor y que la sociedad no te la proporciona... Vale, la mayoría de los taxistas son personas normales que se ganan la vida como buenamente pueden y ofrecen un servicio muy necesario, pero lo más cerca que algunos hemos estado de la locura ha sido en el interior de un taxi, encajando los monólogos apocalípticos del conductor, llenos de resentimiento y, a veces, odio, así como sus soluciones para los males de la patria, que suelen consistir en fusilar a todos los políticos. A diferencia de Travis, no les da por aparecer en el mitin de algún candidato con el pelo cortado a lo mohicano y un pistolón en el sobaco, ni por salvar a tiros a una prostituta adolescente, pero algunos nos dejan con la impresión de que asomarse a su cerebro debe de dar mucho vértigo.

Tampoco hace falta ser taxista para acabar haciendo (o planeando) una burrada. El tipo con la furgoneta trufada de fotos de Trump no lo era. Ni el que entró en una sinagoga norteamericana disparando contra todo lo que se movía. Ni, ya en territorio nacional, el inefable Manuel Murillo, ése que decía que pensaba matar a Pedro Sánchez y que ahora, en plan Torrente, asegura que estaba cocido cuando redactó sus siniestros mensajes y que todo lo hacía para impresionar a una chica de Vox por la que bebía los vientos. Murillo, eso sí, era segurata, que es, después del de taxista, el oficio más adecuado para que se te vaya la olla: horas de soledad en ambientes oscuros, protegiendo propiedades ajenas por un sueldo escaso, dándole vueltas en la cabeza a lo que podría haber sido su vida de no ser por... Bueno, en su caso, los rojos en general, representados por Pedro Sánchez. En otros, los negros, los judíos, los homosexuales, las feministas... Cualquier chivo expiatorio habitual cuya desaparición física haga sentir al asesino que su vida tiene algún tipo de sentido, que es también lo que buscan esos adolescentes enajenados que un día entran en su instituto pegando tiros.

La sombra de Travis Bickle es alargada y se extiende en todas direcciones. El mundo está lleno de personas insatisfechas e incapaces de asumir que, si su vida no da más de sí, tal vez es porque ellas tampoco andan sobradas de luces. No son fáciles de detectar y por eso pasa lo que pasa (o está a punto de pasar). Les damos más importancia a los resentidos con una excusa política que a los marginados sin causa que se llevan por delante a medio instituto. Por eso se está escribiendo tanto sobre Manuel Murillo, y debatiendo si debemos considerarlo un terrorista y aplicarle la legislación vigente o tildarlo de perturbado con mala bebida y enviarlo a un psiquiátrico. Yo diría que estamos ante un merluzo insatisfecho, fanático de las armas y con una necesidad urgente de echarse novia más que ante un peligroso extremista que forme parte de una conjura fascista de preocupantes dimensiones. Sí, su padre fue un alcalde franquista. Como el de Lluís Llach. ¿Y qué? Desde luego, se trata de un tipo poco recomendable, pero lo que ves es lo que hay: un tipo solitario, con un trabajo de mierda, que intenta impresionar a la chica de Vox como De Niro a Cybill Shepherd en Taxi driver. Puede que tenga el cerebro frito, pero sus ridículas declaraciones resultan muy verosímiles: escribía la primera burrada que le pasaba por la cabeza para fardar con los amigos (si es que tiene alguno) y con la chica de sus sueños imposibles. Si alguien quiere ver en él una señal del avance de la ultraderecha en España, será mejor que mire al partido político de la mujer a la que quería impresionar. Me temo que Manuel Murillo solo es un Travis Bickle más, con unos gramos de Torrente y unas gotas de facherío. ¡Al psiquiatra con él!