Mariano Rajoy estaría encantado de que todos los independentistas catalanes fueran como Joan Tardà o Gabriel Rufián. Siempre que fueran unos pocos, claro. Con enseñarles el camino del precipicio, todo solucionado. Eso es lo que ha hecho hasta ahora el Gobierno del PP: reaccionar al conflicto soberanista como si Cataluña estuviera en el punto de agitación que les cuentan los dos portavoces en el Congreso de ERC, como si la larga marcha hubiera comenzado, el nuevo Estado tuviera ya un pie en la ONU y todo fuera dirigido por unos cuantos visionarios.

Hay 1.600.000 votantes de JxSí y miles de soberanistas en otras formaciones políticas que no participarán en ningún salto al vacío colectivo, sin que esta prudencia vital, familiar, económica, deba interpretarse como una renuncia de sus convicciones. Este es el problema de Rajoy y sus aliados: su incredulidad les impide valorar la fortaleza social del soberanismo y los efectos perniciosos de su política sobre esta realidad. Así, no pueden ni plantearse que, muy probablemente, estos ciudadanos van a indignarse en diferente grado con la práctica de la inhabilitación por desobediencia a diestro y siniestro con la que las autoridades de Madrid pretenden combatir el sentimiento soberanista catalán.

El problema de Rajoy y de sus aliados es que su incredulidad les impide valorar la fortaleza social del soberanismo y los efectos perniciosos de su política sobre esta realidad

La respuesta legalista es tan simple que debiera alertar a sus promotores de la insuficiencia de la misma. El diputado Francesc Homs se lo planteó a Rajoy con una sencilla pregunta: ¿Y después de las primeras 500 inhabilitaciones, qué? El presidente del Gobierno no le respondió ni tan solo con una de sus habituales ironías. De lo dicho en su investidura no se pueden esperar cambios en la estrategia seguida ni se intuye la posibilidad de la creación de una comisión, subcomisión o marco político donde abrir el debate y el diálogo previos a cualquier respuesta consistente a la cuestión de fondo sobre qué quiere ser España en la próxima generación. Una victoria de Tardà y Rufián, quienes tampoco quieren nada de eso, instalados ya en la unilateralidad.

Los argumentos de la igualdad de los españoles ante la ley y de los cinco siglos de unidad de la nación (alguien de su confianza debería contarle al presidente lo que opinan los historiadores sobre este asunto) son poca cosa para afrontar la reflexión que Cataluña plantea a todo el Estado: su reforma territorial para acomodarse mejor a la realidad plural y evitar el conflicto. Un objetivo de esta magnitud no puede solventarse con la proclamación diaria de patriotismo constitucional, acompañada de nuevos procesamientos por desobediencia, a menos que se pretenda crear las condiciones objetivas para que se alcance en Cataluña un punto de ebullición soberanista como el que describen Tardà y Rufián en el atril del Congreso. Entonces todo dejará de ser una fantasía parlamentaria para convertirse en una movilización cívica masiva y a Rajoy ya no le gustará tanto.