Esta semana es demasiado incómoda para los merengues como para mentar a la bicha del clásico y hacer un paralelismo con el procés. Lo sé pero no me incomoda hacerlo porque la veteranía es un grado en este oficio de escribir, y yo la tengo por la academia de suboficiales de Talarn, no por la academia de los señoritos oficiales de Zaragoza.

Cada vez veo con más resignación que estos escritos míos --antes bisemanales y ahora semanales por orden de la superioridad, gracias a este éxito digital que provoca que esta sección de pensamiento tenga más novias cada día-- tengan que demorar la entrega para doblar la variedad de plumillas.

En esta autopista sobre el mar de internet no se deja huella. Etérea y evanescente en la costa de tus oponentes políticos como si en lugar de un debate reflexivo estuviéramos en un frontón vasco dando duro a la pelota, o como los jamelgos trotan incansablemente con orejeras, o como en esos enfrentamientos tan calientes entre Sergio Ramos y Gerard Piqué discutiendo por una misma jugada.

El socio madridista verá que Messi al sacarse la camisa provocaba al Bernabéu. Y, si eso mismo lo hubiera hecho Cristiano Ronaldo en el minuto 92, tras meter el 2 a 3 en el Camp Nou, los culés dirían que era la típica reacción de un chulo. Filtra el color con que se mira; por eso digo que en política es imposible convencer a un convencido porque, como en el reino del fútbol, no manda el raciocinio sino los colores. Es una reacción tribal.

Por eso soy consciente que, por muchos argumentos que ponga encima de la mesa, nunca conseguiré franquear el portal ni siquiera para sembrar la duda del convencido. Naturalmente, todos estamos convencidos de que el error no es nuestro sino impepinablemente del contrario.

Me aburre escribirlo, pero he de hacerlo: el mal llamado derecho a la autodeterminación no existe en ninguna constitución democrática, ni en la propia Declaración de los Derechos Humanos de la ONU

La política así no es un diálogo, sino dos monólogos; por eso es tan importante el criterio de un oyente ajeno a estas pasiones ambientales. Este criterio aséptico es el de la gente corriente. No hace falta que sean intelectuales. En el pueblo llano el sentido común es, valga la redundancia, común en todas latitudes, no distingue razas ni etnias. Es universal.

Son franceses, alemanes. Británicos o polacos. Ya no hablo de los Estados porque lo separatas dicen que se defienden entre sí por aquello de que el primer interés de un Estado, como decía Hobbes, es mantener la integridad nacional. Los Estados lo tienen claro, pero los ciudadanos de esos Estados, también.

Me aburre escribirlo, pero he de hacerlo: el mal llamado derecho a la autodeterminación no existe en ninguna constitución democrática, ni en la propia Declaración de los Derechos Humanos de la ONU.

Lo escribo y me aburro porque es una salmodia repetida hasta el hastío. Por eso, si lo que defiende el Govern de Puigdemont fuera cierto, la única democracia real que existiría en el mundo fue la de Cameron, precisamente porque el Reino Unido no tiene una Constitución escrita. Y ahora la primera ministra de su mismo partido, la señora May, ha convertido Gran Bretaña en un país de democracia devaluada, siguiendo el criterio de nuestros indepes.

La víspera de Sant Jordi, en el Palau de la Generalitat se ofició un aquelarre firmado por el Govern y sus palanganeros para dar solemnidad al aguamanil en el marco de rigodón palaciego gótico de una obra de teatro del absurdo de Eugène Ionesco. Este teatro me aburre hasta el bostezo.