Desde que el execrable Narciso Gastaespejos separara cuatro años atrás las aguas del Mar Rojo, cual Moisés de pacotilla, en Cataluña asistimos perplejos a una innegable y peligrosa perversión del lenguaje y del concepto, en su significación exacta; a una manipulación ladina y torticera que el imperante nacionalismo soberanista ha utilizado a placer, sin que la disidencia intelectual --¿dónde está la intelectualidad, el espíritu crítico, en esta época yerma?-- haya sabido rebatirla. De este modo, arengas y consignas repetidas hasta la extenuación --"la voluntat d’un poble; dret a decidir; radicalidad democrática"-- han consolidado una nueva semántica lógica y lingüística que ha enraizado en buena parte de la colectividad, como auto de fe, siendo como son, y por orden de enunciado, opiáceo de incultos, falacia básica para indigentes, y combustible sumamente inflamable para descontentos de temperamento sanguíneo.

Inermes y desconcertados ante esa brutal andanada, ante esa ofensiva orquestada por los únicos interesados en fragmentar a la sociedad en su miserable beneficio, los no adoctrinados hemos tenido que soportar con estoicismo, mordiéndonos los labios, el ser tildados no ya de constitucionalistas o unionistas --siendo este segundo calificativo incorrecto, pues no necesita ser unido aquello que ya está unido-- sino de traidores, renegados, malos catalanes, botiflers o colonos, cuando no han terciado epítetos más gruesos e impublicables.

En Cataluña asistimos perplejos a una innegable y peligrosa perversión del lenguaje y del concepto, en su significación exacta; a una manipulación ladina y torticera que el imperante nacionalismo soberanista ha utilizado a placer

Estos días, en una nueva vuelta de tuerca, empezamos a escuchar de modo persistente que todo cuanto se opone al feliz, alegre y combativo camino hacia la libertad de la nación catalana, es un golpe de Estado, puro y duro. Sí, lo han leído bien. Neus Munté calificó así la ofensiva que la judicatura ha abierto contra Forcadell y los responsables del 9N. Y no se cortó ni un pelo cuando añadió que es una “persecución a los demócratas por parte del Estado español”. El MHP Puigdemont, por su parte, subió al púlpito hace escasos días, con el cigüeñal --o nido de cigueñas-- coronando su cabeza, y lanzó una encendida admonición acerca de las amenazas que se ciernen sobre la democracia, diciendo: “Hoy no hay golpes de Estado, pero sí que seguimos sufriendo involuciones que amenazan la arquitectura democrática”. Finalmente --no les quiero cansar-- José Tellez, primer teniente de alcalde de Badalona, rompió ante las cámaras la notificación judicial en la que se instaba al consistorio a cerrar sus puertas el 12-O, aduciendo que eso era “un golpe de Estado contra la soberanía municipal”... ¡Glubs! ¿Qué? ¿Cómo? ¿Soberanía municipal? ¿Golpe de Estado?

¿Me entienden ahora cuando les digo que estamos siendo víctimas de una perversa manipulación del lenguaje y del concepto, propio de rufianes intelectuales; de un adoctrinamiento basado en la denominada lógica inversa utilizada por las sectas? Contesten: ¿Es un golpe de Estado defender a toda costa el ordenamiento legislativo, ejecutivo y judicial al que hemos cedido parte de nuestra soberanía individual y colectiva? ¿Se puede negar al Estado el derecho a la legítima defensa ante un ataque en toda regla por parte de aquellos que, de forma unilateral, pretenden quebrar la convivencia y la paz social? ¿Es admisible que Puigdemont advierta de que habrá respuesta a un proceso jurídico? ¿Somos una pandilla de fascistas masacrando a indefensos demócratas?

Rotundamente, no.

Estos iletrados con cargo institucional, que se huelen la axila al despertar antes de ponerse la camiseta del Che o el traje de Armani, jamás han leído a Hobbes, Rousseau o Sieyès. Por no saber, no saben nada de democracia. Nada.

Deberían saber que los rudimentos de la democracia se los debemos a Solón (638-558 AC), uno de los Siete Sabios de la Grecia Clásica; legislador que abolió las durísimas leyes áticas (área de Atenas) instauradas por el tirano Dracón --y de ahí el adjetivo draconiano--, otorgando derechos y deberes a cada ciudadano. Desde esos lejanos días, la democracia, la más perfecta de las imperfectas formas de gobierno, prosperó hasta arribar a la orilla de la Ilustración, donde nacería el denominado contrato social (Rousseau, 1762) por el que los ciudadanos cedemos parte de nuestros derechos y prerrogativas individuales a fin de que una instancia superior vele por ellos. Esa instancia, a su vez, se verá obligada a ceder parte de su soberanía al integrarse en ámbitos de carácter supranacional. Así es y funciona el mundo en el siglo XXI.

Estos iletrados con cargo institucional, que se huelen la axila al despertar antes de ponerse la camiseta del Che o el traje de Armani, jamás han leído a Hobbes, Rousseau o Sieyès

¿En ese orden de cosas, qué debemos hacer los ciudadanos cuando esa salvaguarda en la que hemos depositado nuestra confianza --gobierno autonómico-- se comporta con la vulgaridad de un trilero o un tahúr de feria que no duda en pisotear nuestros derechos, tomando la parte por el todo, imponiéndonos un proyecto descabellado que la mayoría no apoyamos ni suscribimos, acusando al disidente de fascista y antidemócrata?

La respuesta es obvia. Se acabó el pacto social. Se rompe. Adiós, muy buenas. Yo, como individuo soberano, acogiéndome a mi sagrado derecho a decidir, rasgo el Contrato Social, en mayúscula, que nos vinculaba; niego la mayor; repudio al Govern golpista de Cataluña, y anuncio que ni acato ni acataré sus leyes, normativas, hipotética Constitución futura, impuestos, obligaciones, himno y bandera.

Yo no soy nadie. Pero si eso lo hiciéramos cientos de miles de personas en Cataluña, esta pantomima terminaría mañana mismo.

Lo he dicho muchas veces: no habrá Nou Estat.

Y aunque llegara a ser proclamado, cosa que dudo, lo que nacería sería un Estado fallido.