Tomo la definición de fanático del diccionario de la Real Academia Española: alguien "que defiende con tenacidad desmedida y apasionamiento creencias u opiniones sobre todo religiosas o políticas"; el diccionario del Institut d'Estudis Catalans añade el matiz "sin sentido crítico". En conjunto, este es el perfil de Carles Puigdemont.

Un fanático en política, incluso en democracia, resulta extremadamente peligroso, más si está dispuesto al sacrificio, dispone de poder institucional, controla medios de comunicación social, tiene una corte de aduladores y una masa de seguidores en la calle.

El fanático en política antepone al interés general su visión reductora del mundo. Para el fanático nacionalista el mundo se reduce a su nación, aunque esa nación solamente exista en su imaginación calenturienta. Lo terrible es que el fanático no se pierde solo, arrastra con él a muchos al precipicio. Como el flautista de Hamelin lleva tras sí a una multitud, si no de niños, de contagiados y de ignorantes.

Puigdemont no ha aportado nada convincente a la causa que defiende, ni un solo argumento positivo. Hoy seguimos sin saber qué ganaría Cataluña con la secesión de España más allá de una retahíla de dones ilusorios, indemostrables, pura fe en el placer del mito que quiebra el principio de realidad. Al contrario, el fanatismo secesionista ha puesto en valor la pertenencia de Cataluña a España y su permanencia en la Unión Europea a través de España.

Mas inició el proceso de perversión del discurso político y de la democracia en Cataluña, Puigdemont lo ha proseguido con un empecinamiento y una vacuidad que comparte con su presunto sucesor en la presidencia, Junqueras

El relato independentista de Puigdemont se limita al rechazo de España y a la denigración del Estado español, solo crea emociones negativas --odio, entre otras-- que fomentan un resentimiento infundado. Su doblez dialéctica llega al extremo de acusar al Estado de utilizar los instrumentos más execrables del populismo, como la mentira y la manipulación, justo lo que es su práctica habitual. Instalado en la contradicción, insulta continuamente al Estado del que es el "representante ordinario" en Cataluña (artículo 67.5 del Estatuto de Autonomía). Si no le gusta esa función, por un mínimo de honestidad intelectual y de exigencia ética debería dimitir de inmediato.

Artur Mas inició el proceso de perversión del discurso político y de la democracia en Cataluña, Puigdemont lo ha proseguido con un empecinamiento y una vacuidad que comparte con su presunto sucesor en la presidencia, Oriol Junqueras. Ambos pretenden amar apasionadamente a Cataluña, pero como dijo Josep Borrell a Junqueras, "hay amores que matan".

Mas puso urnas (de cartón, metáfora de la ilegalidad) el 9-N. Puigdemont dice que las podrá el 1-O. No hace falta mucho coraje para poner urnas de cartón en democracia. Ningún nacionalista, nadie, tuvo el coraje de ponerlas durante la dictadura franquista. Esa es la grandeza de la democracia: permitir a un coste razonable, que se paga con todas las garantías del Estado de derecho, la vulneración de la legalidad institucional.

Costará tiempo, muchas energías y grandes dosis de ética reparar los daños causados por los fanáticos y restaurar la confianza en la democracia. Pero este es el empeño que tiene que movilizar a los que respetan la democracia y la legalidad, de las que no hay más que una, la que deriva de la Constitución y del Estatuto.