Ángel Ganivet, precursor de la generación del 98, sostenía que los españoles "no podemos ser demócratas, porque queremos demasiado a nuestra familia". Hacía referencia a "la aglomeración en los cargos públicos de gentes enlazadas por vínculos familiares. No gritemos contra los yernos, los sobrinos, los cuñados y los primos, porque ahí está nuestra salvación, en ese plantel de aristócratas de nuevo cuño que en el porvenir han de dar muchos días de gloria a la patria, o por lo menos a sus respectivas familias".

A la muerte del general Franco los partidos, prohibidos durante cuarenta años, llegaron con hambre atrasada de poder e invadieron parcelas públicas en las que nunca deberían haber entrado; así, hiperlegitimados por su pasada proscripción, ocuparon ayuntamientos, diputaciones, instituciones autonómicas y centrales, órganos reguladores y empresas públicas sin recato alguno, colocando a militantes y familiares en puestos de todo tipo.

La pasividad de la sociedad española ante el nepotismo muestra que la democracia, muchas veces, es más un rótulo que suscita adhesiones que un compendio de valores que informan la conducta

Esa irrupción en la cosa pública demuestra el poco espíritu democrático de quienes así actúan. La pasividad de la sociedad española ante este atropello muestra que la democracia, muchas veces, es más un rótulo que suscita adhesiones que un compendio de valores que informan la conducta.

El nepotismo, una auténtica gangrena en muchos pequeños municipios, empresas públicas y órganos autonómicos, implica quebrantar el principio de igualdad para el desempeño de cargos públicos. Los revolucionarios franceses proclamaron en 1789 que "puesto que todos los ciudadanos son iguales ante la ley, todos ellos pueden presentarse y ser elegidos para cualquier dignidad, cargo o empleo públicos, según sus capacidades y sin otra distinción que la de sus virtudes y aptitudes".

Sin embargo, hoy, la aristocracia persiste: el nepotismo perpetúa la tiranía del apellido (y del carnet); miles de empleos y cargos públicos están reservados exclusivamente para parientes, amigos, conmilitones o afines del gobernante. No hablo solo de representar a España ante el Banco Mundial, sino también de ocupar una delegación exterior de la Generalitat o ser empleado de alta dirección de Transports Metropolitans de Barcelona. Los criterios de mérito y capacidad se soslayan en beneficio del poder clientelar de la aristocracia de los partidos. Y ello en detrimento de la calidad del servicio público y del prestigio de las instituciones. No existe tan solo la familia de sangre, sino también la familia política, entendiendo por tal la que comulga con una misma ideología y... ¡ay!, come en la misma mesa.

Familia procede etimológicamente del latín fames (hambre), es decir, grupo de parientes o sirvientes que sacian juntos el hambre. Hoy las familias políticas se enseñorean de los cargos públicos y en ellos cazan, como si de cotos privados se tratara. Los cambios de gobierno implican quitar un señor y poner a otro, y sustituir de la ubre pública unas familias por otras.

¿No es ya la apropiación de los empleos públicos la antesala de la apropiación del erario público?

El problema no está en las personas que gobiernan, puesto que en la naturaleza humana está la tendencia a abusar del poder. No, el problema radica en las leyes que otorgan a los gobernantes amplísimas atribuciones en orden a la cobertura de empleos públicos, leyes que permiten que las comisiones de selección de personal estén integradas por políticos designados por otros políticos, que permiten abusar de la libre designación o de la contratación laboral (más discrecional)... Son numerosas las triquiñuelas que emplean las familias políticas para apropiarse de la función pública. No habrá regeneración democrática sin lucha por el carácter público de los empleos públicos.

Y otra consecuencia indeseada: los lazos clientelares impiden que los que reciben el cargo denuncien la corrupción de quienes se lo han otorgado. El silencio viene obligado por el agradecimiento y la esperanza de otra recompensa futura. Clientelismo y corrupción van dados de la mano. A fin de cuentas, ¿no es ya la apropiación de los empleos públicos la antesala de la apropiación del erario público?