Entre los distintos déficits a los que se enfrenta España, la educación es, seguramente, el más preocupante y urgente de resolver, aunque tal exigencia se venga arrastrando desde los albores de la Transición por mor de unos partidos políticos interesados en perpetuar los niveles ínfimos de conocimiento y formación que adornan a buena parte de la sociedad española, pensando que así eternizan su triste y sórdida existencia. Es una cuestión de egoísmo y de que el interés particular prime sobre el interés general.

Desde que en España rige un sistema democrático, el sistema educativo español  ha sufrido no menos de una decena de normas, cocinadas en el Parlamento, sin que hasta la fecha haya sido posible encontrar un punto de encuentro --el consenso que se hiciera célebre en la citada Transición-- que permitiera la existencia de una ley, aunque sea de mínimos, en la que prime la calidad de la enseñanza, imponga la exigencia y premie el esfuerzo en la adquisición del conocimiento. Y en ese esfuerzo, no habrá más remedio que orillar exigencias apriorísticas y no imponer principios irrenunciables. Solo así es posible contar con un texto que resulte válido pata un siglo XXI en el que se van a producir avances de todo tipo ligados a la conocida como sociedad del conocimiento y de la información.

Pero este axioma, tan fácil de enunciar como difícil de implantar, está a punto de descarrilar, una vez más a tenor de las informaciones periodísticas que llevan circulando desde hace unos meses.

España necesita una ley de educación en la que prime la calidad de la enseñanza, imponga la exigencia y premie el esfuerzo en la adquisición del conocimiento

Es este el momento de recordar la confrontación dialéctica de Victoria Kent y Clara Campoamor sobre el sufragio femenino y el triste papel jugado por la política socialista negando el voto a las mujeres por considerar que ese derecho podía perjudicar a los intereses de la izquierda, lo que supuso uno de los momentos más tristes y patéticos de la historia del progresismo español.

La llegada al Gobierno de Méndez de Vigo como ministro de Educación y sus primeras palabras anunciando su absoluta voluntad de diálogo y su disposición de llegar a acuerdos en torno al texto legal vigente y conocido como LOMCE, hizo concebir a los optimistas recalcitrantes la esperanza de que, por fin, la cuestión iba en serio y que la educación en España iba a entrar en una senda de sostenibilidad al recibir la consideración de cuestión de Estado.

Agua. Lo que se anunciaba como un pacto de Estado se está convirtiendo, por enésima vez, en una chapuza de grandes dimensiones que pasa por enterrar la LOMCE y volver a los esquemas sectarios --en muchos casos-- y poco exigentes --en la mayoría de ellos-- definidos por el Gobierno de Rodríguez Zapatero, más preocupado por satisfacer las demandas de los mediocres que imponer el esfuerzo, la exigencia y la excelencia como ejes de un sistema educativo que requiere grandes reformas si nos importa el futuro. Todo sea por mantenerse en el poder, aunque se espera de que Ciudadanos, que tanto énfasis puso en la reforma educativa, se posicione y diga qué piensa al respecto. Experiencia a algunos de sus miembros no les falta. Es el caso de Luis Garicano, miembro del grupo de sabios que elaboró un "papel" para la reforma de la universidad y cuyo destino fue el cajón de quien creó el citado grupo, el antecesor del actual ministro Méndez de Vigo, Wert.

No vayamos a crear una sociedad de ciudadanos bien preparados, bien instruidos y capaces, que nos pongan a todos nosotros, mirando a Constantinopla.

El espíritu de Victoria Kent sigue vivo y no sea que vayamos a joder el invento.