Casi parece una eternidad, pero hace solo dos años, Artur Mas se encontraba en la cresta de la ola. Exudaba soberbia en una rueda de prensa en el reciento Ferial de Montjuïc ante la presencia de numerosos medios internacionales. Había logrado realizar la consulta soberanista, travestida de proceso participativo. Ese domingo hubo urnas, colegios y papeletas pese a la suspensión dictada el martes de esa misma semana, 4 de noviembre, por el Tribunal Constitucional.

El Gobierno de Mariano Rajoy no quiso o no se vio capaz de pararla en los días siguientes. Algún día sabremos qué papel jugó el entonces Fiscal General del Estado, Eduardo Torres-Dulce, y cuánto influyeron sus tensas relaciones con el Ejecutivo español en la torpe actuación de Moncloa. También nos falta por conocer el alcance real de unas extrañas negociaciones, de las que luego se han ido conociendo algunos detalles por boca del siempre locuaz Francesc Homs, para que la Generalitat traspasara, en el último momento, la organización de la cosa a las entidades civiles. Evidentemente, frenarla mediante el uso de la fuerza el mismo día 9 hubiera sido en esas condiciones un disparate por parte del Estado, el error con el que los separatistas soñaban.

Para Mas, el 9N supuso un triunfo personal porque logró "engañar al Estado", como él mismo confesó que se proponía hacer en una reunión palaciega

Lo cierto es que Mas salió ese día reforzadísimo como líder del soberanismo, fundiéndose en un abrazo con el cupero David Fernández, mientras Oriol Junqueras quedó relegado a contar votos en su pueblo. Fue una votación en la que participaron básicamente independentistas, en realidad, fue otra manifestación independentista, solo que esta vez con urnas de cartón. Pero para Mas supuso un triunfo personal porque logró "engañar al Estado", como él mismo confesó que se proponía hacer en una reunión palaciega.

Tras esa gesta, con la que creyó redimir su separatismo converso, Mas pensó que ya todos lo aclamarían como el gran conducator del proceso. Pero se equivocó de nuevo. ERC se resistió muchísimo a aceptar la lista conjunta y Mas dejó pasar los meses y probablemente su gran oportunidad. La lógica decía que, tras el éxito del 9N, convocaría elecciones ya para aprovechar ese clima de efervescencia en la cola de la celebración del tricentenario de 1714. Esa es la jugada que muchos, desde el campo que los separatistas llaman unionista, temíamos que ocurriera y lo que la ANC le exigía que hiciera cuando Carme Forcadell le dijo aquello de "President, posi les urnes". No sabemos qué hubiera ocurrido, pero lo sucedido después señala su tremendo error. Ocho meses después, Mas tuvo que aceptar ir el cuarto en la lista de JxSí y, medio año más tarde, fue defenestrado por la CUP.

Dos años después, el expresident es una figura del pasado, que cuenta ya muy poco y que ha dejado un partido en ruinas y arruinado

Hoy, dos años después, el expresident es una figura del pasado, que cuenta ya muy poco, más allá de la solidaridad que suscita en el mundo soberanista por la causa que se sigue contra él por el 9N. Ha dejado un partido en ruinas y arruinado, sin liderazgos, con menos militantes que el PSC y menos votos en Barcelona ciudad y provincia que el PP en las últimas generales.

Hoy, dos años después, los separatistas vuelven a la casilla del referéndum. Las elecciones "plebiscitarias" del 27S no les sirvieron tampoco para declarar la independencia, y han tenido finalmente que desmentir la declaración que votaron con tanta solemnidad en el Parlament otro 9N de hace un año. A lo que aspiran ahora es a volverse contar en septiembre del año próximo. Lo sucedido con la alcaldesa de Berga, y lo que vendrá después con otras tantas causas judiciales abiertas por desobediencia, advierte a los líderes separatistas de que repetir el engaño de Mas ya no es posible. Sobre la naturaleza del choque, estamos todos sobre aviso.