Si alguna sensación nos ha dejado esta Semana Santa en relación al proceso separatista es que se encamina hacia un final agónico por dos razones. En primer lugar, porque la mayoría de los dirigentes de JxSí asumen en privado la imposibilidad material de celebrar el anunciado referéndum, aunque públicamente Carles Puigdemont siga insistiendo en que “ya encontrarán la forma de hacerlo” o que “a lo único que no renunciaran este año es a votar”. Esta vez, a diferencia del 9N, no habrá astucia que valga. Propuestas estrambóticas como la de Marta Rovira con los parados en el papel de voluntarios evidencia que todo tiene un límite. Quien más provecho ha sacado de la lección del 2014 es el Estado. Por eso tampoco la desobediencia será efectiva. A lo máximo que el Govern podrá llegar es a convocar el referéndum, y a disimular la negativa del vicepresidente Oriol Junqueras a firmar nada que lo comprometa penalmente con una simbólica rúbrica colectiva de efectos irrelevantes. Las únicas firmas con las que se dota de eficacia jurídica un decreto electoral son la del president de la Generalitat junto a la del responsable de Gobernación. El resto es como si no existieran, tal como ha explicado el jurista Pere Lluís Huguet en ABC este domingo. El nuevo ultimátum de dos meses que la vicepresidenta Neus Munté dio al Gobierno español la semana pasada es una forma de ganar tiempo que ha suscitado el enfado mayúsculo de la CUP y un enorme desconcierto en las entidades independentistas, que estos días han iniciado una ridícula campaña por el sí para un referéndum inexistente.
Cuesta imaginar que un proceso construido sobre solemnes promesas y grandilocuentes afirmaciones de soberanía, en el que tantas ilusiones algunos han depositado durante años, pueda finalizar de forma sencilla e indolora
La segunda razón es que, a medida que se acerca la hora de la verdad y las elecciones aparecen en el horizonte, la rivalidad y desconfianza entre ERC y el PDECat va en aumento, aunque es improbable que la crisis se desencadene antes de aprobarse la ley de transitoriedad jurídica. El palpable desgaste del proceso no nos aboca necesariamente a un desenlace rápido ni libre de riesgos. De entrada porque las dos fuerzas que componen JxSí se esforzarán por ocultar el engaño a sus electores, y para eso nada mejor que acusar de intolerante al Estado español. La crisis entre ERC y el PDECat por la grabación a David Bonvehí va a ser maquillada en breve con un acto unitario a favor del referéndum. Y cuando llegue septiembre, la alternativa a su imposible celebración, y la forma para disimular que no han llevado a cabo ningún acto real de desobediencia, será una patética declaración de independencia condicionada al resultado de las anunciadas elecciones constituyentes, como ayer mismo recordaba Junqueras que figura en el programa electoral. Es un último cartucho que JxSí tiene en la recámara, con el que librar nuevamente de responsabilidad al Govern y ganar un poco más de tiempo, en beneficio del desnortado PDECat, en otro intento de provocar la internacionalización del conflicto y a la espera de una reacción dura del Gobierno español que permita ir con un relato de victimización a las nuevas elecciones.
Cuesta imaginar que un proceso construido sobre solemnes promesas y grandilocuentes afirmaciones de soberanía, en el que tantas ilusiones algunos han depositado durante años, pueda finalizar de forma sencilla e indolora. Hay demasiados intereses en juego, empezando por toda la maquinaria propagandística, con jugosas subvenciones de por medio, que sigue presentando los fracasos que el separatismo cosecha fuera de España como elocuentes éxitos de la consejería de Raül Romeva. El final se aventura agónico, pero la agonía puede ser lenta y depararnos todavía algún grotesco coletazo.