Ha sido muy criticado el comentario jocoso del portavoz del PP en el Congreso, Rafael Hernando, durante la moción de censura, comentario que ciertamente desprendía un tufo carpetovetónico; su indirecta sobre la relación que une al jefe de la ultraizquierda y a su portavoz indignó mucho a éstos, a su bancada, a sus terminales en la prensa y supongo que a las cloacas de Twitter, pero esto último no lo sé pues ahí no entro ni con lanzallamas.

Sin embargo el machismo, en esa ocasión parlamentaria y en realidad trivial --pues éramos conscientes de que todo se reducía a mera, aunque interminable, representación--, se manifestó en otros aspectos que han pasado desapercibidos y que me propongo señalar como modesta aportación a la igualdad de derechos entre hombres y mujeres y a la detección del machismo sutil, del sexismo imperceptible que impregna las relaciones sociales en todos los ámbitos, también el escenario de la política parlamentaria.

En este sentido, parece inaceptable que después de tres horas zahiriendo a sus adversarios en un tono de mitin bolchevique de extrema agresividad, Montero lagrimease, cual débil mujer de estereotipo... porque alguien aludió a su romance con su jefe.

Es fácil suponer que le escarnecía la sugestión de que no ocupa su distinguida posición en el hemiciclo por méritos propios, sino como decorativa mascota de su jefe y novio. Se comprende. Pero por una menudencia así, por una herida al amor propio, no tiene derecho a reaccionar según la más tópica femineidad, llorando, lo que en un parlamentario varón sería simplemente ridículo. Un poco de cuajo, señora. No es de recibo manejar la guillotina dialéctica con el desparpajo de un verdugo implacable y a renglón seguido, porque te han roto una uña, gemir "ay, me han hecho pupa".

Pero en vez de revolverse como una fiera, la apocalíptica parlamentaria, la decapitadora de fachas, permitió que saliera a defenderla su jefe, su novio, su paladín. Esto hubiera debido parecerle a la señora Montero el peor de los ultrajes machistas

Naturalmente, una vez dejas escapar el llanto te expones a ser considerada como una cosita frágil, desvalida, enternecedora, y a que otros te afrenten de la peor manera posible: creyéndose autorizados a compadecerte. Perdonándote la vida. Es precisamente lo que le pasó a la señora Montero.

Primero la afrentó, con las mejores intenciones, el mismo señor Hernando: preocupado por si sus palabras la habían afligido demasiado, juzgó preciso pedirle perdón, consolarla y asegurarle que lo está haciendo muy bien y que tiene mucho futuro en la cámara. Paternalismo que tuvo que escocer a Montero como sal en una herida.

Pero en vez de revolverse como una fiera, la apocalíptica parlamentaria, la decapitadora de fachas, permitió que saliera a defenderla su jefe, su novio, su paladín, y encima en ese tono hipócrita de meliflua agresividad sentimental que parece marca de la casa. Esto hubiera debido parecerle a la señora Montero el peor de los ultrajes machistas. Y no sólo a ella: también al respetable público, que, lejos de ello, contemplaba el espectáculo, enternecido por el rodar de las lagrimitas por el bello rostro de la damisela.