Hago cuentas y resulta que tenía ocho años cuando escuché el primer disco de Raimon, con las canciones Al vent, La pedra, Som y A cops. El laconismo de estos títulos y la imagen de la funda, una foto en blanco y negro con filtro amarillo en la que se veía a Raimon con la guitarra al brazo ante una pared de ladrillos, me impresionaron como una declaración de principios austeros y exigentes ya antes de escuchar aquella voz que parecía brotar con tremenda energía, rodeada de un silencio universal... silencio del que su vibración se enseñorease por la propia fuerza de su atrevimiento.

Las canciones eran estupendas y una novedad asombrosa --luego sabría que las letras eran poetizaciones de la filosofía existencialista-- en aquellos tiempos que serían a todo color pero los recuerdo en blanco y negro como la funda del disco Al vent.

Asistí a algunos conciertos tolerados por el antiguo régimen, que se desarrollaban en una atmósfera de presagio, de cálida complicidad, y bajo la amenaza permanente de suspensión por orden gubernativa. Me sé de memoria muchas de sus canciones y me he cruzado con el trovador aquí y allá, en inauguraciones, conferencias y conciertos, e incluso hace diez años coincidí con él entre otros invitados a una cena. Se me quedó grabado su descontento porque el Estado no protegía, no consideraba como un patrimonio valioso, la lengua catalana, y también un comentario que hizo sobre que "hoy día una canción como Veles e vents no se podría grabar".

En Veles e vents, de Raimon, culmina gloriosamente la cançó catalana, y está entre lo más perfecto que ha sonado en la banda sonora de nuestras vidas: esa canción que hoy sería imposible, que sería inconcebible, y que es eterna

Esto --o sea, que vivimos en unos tiempos en que la aparición de un fenómeno como Veles e vents es imposible-- lo afirmó con absoluta convicción, como algo meditado y sopesado, y me dio qué pensar sobre lo mal que se han hecho algunas cosas que hubieran podido ir mejor si se hubieran enfocado con un poco más de inteligencia y de generosidad.

Inteligencia y generosidad que, por cierto, él dispensó transformando en canciones estupendas y prosódicamente respetuosas las Cançons de la roda del temps, que son los mejores poemas que escribió Espriu (aunque quizá en esta opinión influyan precisamente las versiones de Raimon), y los poemas de Ausiàs March, al que él resucitó. March, que según J.M. Micó, autor de la traducción al castellano en una espléndida edición bilingüe, muy útil además para quien se desoriente en el catalán del siglo XV, fue el mejor poeta de su tiempo en España.

El disco Veles e vents, que hoy no se grabaría, que hoy sería una aventura inconcebible para cualquier compañía discográfica (y probablemente para cualquier público), es una obra de majestuosa belleza que ahora no voy a descubrir ni a describir; pero diré que en ese disco, y especialmente en la canción que le da título, Veles e vents, culmina gloriosamente la cançó catalana --que me disculpen los autores de tantas otras composiciones inolvidables-- y está entre lo más perfecto que ha sonado en la banda sonora de nuestras vidas: esa canción que hoy sería imposible, que sería inconcebible, y que es eterna.

Este año Raimon (creo que cumple 77) se despide de los escenarios con una serie de conciertos en el Palau de la Música. Serán un acontecimiento y un éxito, eso seguro. Yo creo que no iré a escucharle, no me gustan las multitudes ni las despedidas, y además en mi vida más privada, en la más íntima, donde tengo el oído absoluto y suena la mejor música y las mejores palabras, ya le estoy escuchando siempre, desde los ocho años.