El País en su número del martes 13 de diciembre pasado publicaba en portada una foto que no tiene desperdicio: las diputadas de la CUP Eulàlia Reguant, Mireia Vehí  y Gabriela Serra fotografiadas (y filmadas) en el acto de romper sendas fotocopias de un retrato del rey Felipe VI. Haría falta el arte y la gracia de Juan José Millás con sus daguerrotipos para sacar toda la substancia a los rostros y cuerpos de las individuas participantes en semejante puesta en escena. Reguant, desafiante; Vehí, traviesa; Serra, cabizbaja, diríase que un punto avergonzada, al fin y al cabo, es la que por edad se halla biológicamente más alejada de la adolescencia.

Hubiera sido de esperar que, tratándose de tres diputadas, supuestamente duchas en oratoria, y siendo el Parlamento de Cataluña el lugar escogido para montar el número del berrinche, nos hubieran ofrecido sendos parlamentos, bien construidos, argumentando qué tienen contra Felipe VI y qué alternativa proponen, para que la sociedad madura de este país que todavía exista pudiera entender, discrepar o compartir su posición. No basta con "yo no voté ningún rey" o "hacia la república catalana sin miedo". Hagan un esfuerzo de madurez,  ciudadanas diputadas, y ofrezcan algo más sólido; algo que nos podamos llevar a la mente, algo que no se quede solo fugazmente colgado en la retina.

Hace treinta años, el ensayista francés Alain Finkielkraut --un anticipador en muchos sentidos-- apuntaba que nuestro futuro  sería "una sociedad finalmente convertida en adolescente" (La derrota del pensamiento, Anagrama). Además, el gran mérito de Finkielkraut es haber previsto esa deriva de la sociedad, que ha resultado imparable, antes de que empezaran a notarse los efectos demoledores de los dispositivos tecnológicos puestos en manos de los adolescentes.

El gesto escénico de Eulàlia Reguant, Mireia Vehí y Gabriela Serra no tiene ningún valor histórico, ni siquiera estético

Pertenece a la misma especie el "pueblo joven" de Pablo Iglesias con el que pretende barrer la España "de los de arriba", como si la condición de "joven" o "adolescente" fueran categorías inalterables al paso del tiempo, los nuevos sujetos de la historia, en definitiva. Su éxito, no obstante, se basa en su impronta cultural en la era del vacío, en la infantilización de (toda) la comunicación, en la extraña y extendida creencia de que "lo joven", "lo adolescente" es lo que se lleva y es lo que hay que imitar, con la cruel paradoja de que los individuos del mundo joven y adolescente son las primeras víctimas de la pantomima que representan.

Todo "corre alocadamente tras la adolescencia", dice Finkielkraut, y por supuesto la (nueva) política, que, en lugar de aspirar a devenir bastión de madurez, se conforma con ser fiel reflejo de la sociedad adolescente. El adanismo natural de la adolescencia hace tambalear las pocas certitudes que subsisten. "No voté al rey", "no voté la Constitución", "no estuve en la transición", luego hay que empezar de nuevo. Ninguna época había hecho con tanta alegría tabla rasa de todo.

El gesto escénico de Eulàlia Reguant, Mireia Vehí y Gabriela Serra no tiene ningún valor histórico, ni siquiera estético. Por un breve instante habrán sido iconos de la adolescencia en política, y nos habrán sumergido en esa memez de que una imagen (adolescente) vale más que mil palabras (maduras).